Friday, August 01, 2008

Despertando y leyendo

Como ha pasado mucho tiempo y la falta del mismo para invertirla en este blog, me veré a obligado a no escribir yo sino transportar solo ideas de otros autores... a continuación se copiaran una serie de articulos encontrados en Letras LIbres y otros blogs, que fueron discutidos en los programas de radio "Sinapsis" sobre ciencia, cultura y arte, sobre el problema de la Lectura en México, programa que los estudiantes de la UNAM Juriquilla estamos realizando.


“La lectura como fracaso educativo”

por Gabriel Zaid.


Cuando hablamos de la superación de un país como México sobresale un tema primordial, la educación, pero hay que partir de lo básico para una buena educación, la lectura, factor fundamental para el crecimiento cultural, económico, político y social de cualquier nación.

Sabemos perfectamente cuál es el motor para el funcionamiento de México, tenemos muy en claro que se necesita el civismo para el cimiento de valores y moralidad, conciencia de la historia de nuestras raíces para el alejamiento de los vicios que nos mantienen en constante retroceso, por miles de cuestiones no expulsadas de fondo, como son la corrupción, narcotráfico, inseguridad, entre muchos más males. Aun no se arranca de raíz un problema tan grave como la falta de lectura.

No es nada fácil inculcar el placer por la lectura, el que lee por gusto irá un paso a delante de los demás, pero hay quienes no saben comprender una lectura o leer algún texto en público, esto y más son los problemas que día a día se pueden ver en las aulas de universidades mexicanas, poco es lo que se deja leer por los profesores, y aun así, la apatía y falta de encanto por un buen libro se hace recurrente.

Lo primero que se observa cuando se tiene que leer algo, son la cantidad de dibujos o cuál es el tamaño es la letra, lo cierto es que el rendimiento de un país se puede medir con la cantidad de lectores, es por eso que en México se le ha ido imponiendo la conciencia de que los niveles de lectura son inferiores a los que se necesita para el desarrollo cultural.

La UNESCO, Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, nos ubica en el penúltimo lugar en una lista de 108 países en los niveles de lectura y La Cámara Nacional de la Industria Editorial afirma que el promedio de lectura en la nación es de 1.2 libros al año. Si comparamos estos datos con los de otros países como Noruega, Alemania o Estados Unidos que tienen un promedio de lectura de 18, 15 y 12 libros anuales por habitante, respectivamente, nuestro nivel es verdaderamente vergonzoso.
Según el sexto informe del presidente Fox, México ocupa 1.7 millones de maestros en el ciclo escolar 2006-2007: más del doble que en 1980-1981. Desde entonces, la población escolar ha subido de 21.5 a 32.7 millones, en grupos más pequeños (19 alumnos por maestro, en vez de 29). También subió la escolaridad promedio de la población económicamente activa: de cinco a nueve años. El gasto en educación (casi todo público) subió del cinco al siete por ciento del PIB. Según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), las familias dedicaban el dos por ciento de sus gastos a la educación en 1977 y el once por ciento en 2005: cinco veces más.

Pero la Encuesta nacional de lectura del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, dos de cada tres entrevistados dijeron leer lo mismo o menos que antes, a fines del 2005. Sólo el 30% declaró leer más. El 13% dice que jamás ha leído un libro. Y cuando se pregunta a los que no están en ese caso cuál fue el último libro que leyó, la mitad dice que no recuerda. El 40% dice que ahora lee menos. También un 40% dice que nunca ha estado en una librería. Dos años antes, en la Encuesta nacional de prácticas y consumo culturales, también de Conaculta, el 37% dijo que nunca había estado en una librería.

Al 40% que dijo leer menos se le preguntó a qué edad leía más. El 83% (del 40%) dijo que de los 6 a los 22 años, o sea la edad escolar. Si de los entrevistados se escoge a los que tienen de 23 a 45 años (o sea los beneficiarios del gran impulso educativo), los números empeoran. El 45% (en vez del 40%) declara leer menos, de los cuales casi todos (90% en vez de 83%) dicen que leían más cuando tenían de 6 a 22 años. Queda claro que leían libros de texto, y que no aprendieron a leer por gusto.

Los entrevistados que no leen dan varias explicaciones, la primera de las cuales (69%) es que no tienen tiempo. Pero el conjunto de los entrevistados considera que la gente no lee, en primer lugar, por falta de interés o flojera. Sólo el 9% dice que por falta de tiempo.

Según la encuesta, los mexicanos destinan casi el 2% del presupuesto familiar a la compra de libros: $220 pesos anuales La mayoría (55%) dice que no gasta ni un centavo, pero muchos estiman que gastan el cinco o el diez por ciento. La estimación está infladísima. Según la ENIGH 2004, el gasto corriente monetario en libros, revistas y periódicos fue el 0.4% del gasto familiar. Los libros representan cuando mucho la mitad, digamos 0.2%: diez veces menos que lo declarado en la encuesta.

Según la encuesta, los mexicanos de 12 años o más leen en promedio 2.9 libros al año: 45.7% comprados, 20.1% prestados por un amigo o un familiar, 17.9% regalados, 10.2% prestados por una biblioteca y 1.2% fotocopiados. Sumando los comprados y regalados (63.6%, o sea 1.8 ejemplares), se pueden calcular los ejemplares vendidos: 103.3 millones de habitantes en octubre del 2005 x 75.7% de 12 años o más x 2.9 libros al año x 63.6% vendidos = 144 millones de ejemplares vendidos en el país el año 2005, lo cual parece exagerado.

En la sección amarilla del directorio telefónico 2005 de la ciudad de México, había unas 325 librerías. Si se les atribuye la venta de 48 millones de ejemplares, vendieron 150,000 ejemplares cada una, que es altísimo. Las 75 librerías de Educal, cuyo tamaño es superior al promedio, tenían como meta para el año 2004 vender 75,000 libros y artículos culturales en promedio.

Y si la cifra de 48 millones de ejemplares para la ciudad de México es exagerada, la cifra nacional (144 millones) es una exageración mayor, porque implica que la ciudad de México no representa más que el 33% del país. Para muchos editores, representa el 80%. Pero suponiendo, conservadoramente, que sea el 50%, el total nacional daría el doble de la cifra (exagerada) de la ciudad de México: 96 millones, un ejemplar por habitante.

Según Fernando Peñalosa (The Mexican book industry, 1957), había 150 librerías en el directorio telefónico de la ciudad de México de 1952. Si en el directorio de 2005 hay el doble (325), pero la población se ha sextuplicado (de 3.3 a 18.5 millones), en 53 años el número de librerías por millón de habitantes se ha reducido de 45 a 18. Otro indicador: desde 1950 (en todo el país, en todos los niveles) el número de maestros se ha multiplicado casi por veinte (Estadísticas históricas de México). Sin embargo, el número de lectores (a juzgar por el número de librerías de la ciudad de México), apenas se ha duplicado.

Lo cierto y aunque muchos tomen a broma el hecho de que el libro más leído en México sea el de vaqueros, el encarecimiento de soluciones a dicho problema recae en todos los ámbitos, una sociedad mal informada y con escasez de cultura tiene como resultados los engaños y el manejo, que hasta nuestros días, tienen los medios comunicación sobre los ciudadanos.

Los mecanismos que se han ido utilizando evidentemente no están resultando, en todo caso no estarían las cifras en pique, los principales problemas son la formación de lectores, escasez de producción editorial, bibliotecas y librerías, poca circulación o lectura de periódicos.

Con el hecho de ver nuestro entorno es evidente la falta de impulso a un problema tan grave, la mayor parte de los que viajan en el metro llevan periódicos sensacionalistas y revistas de chismes y los programas que implementan para leer en él no tienen éxito, para que esto cambie no es cuestión única del gobierno, es también responsabilidad de cada uno al consumir lecturas que no te dejan nada, esto involucra el hecho de estar informados porque si no lo estamos mucho menos sabremos que nos retroalimenta.

Esto va en cadena si los maestros y los padres de familia no impulsan y motivan a leer es muy difícil que alguien obtenga el hábito de la lectura, por eso es necesaria la capacitación de maestros y métodos que transmitan el deleite de un buen libro, generalmente el querer tomar una novela o cualquier lectura y aventurarse a lo que trae implícito se reproduce por contagio, con tan pocos lectores difícilmente el contagio se expandirá.


LA LECTURA EN MÉXICO/1

POR GUILLERMO SHERIDAN

Ya no es apreciación subjetiva sino hecho científicamente demostrado: al mexicano no le interesan los libros. Se hizo todo lo posible, que conste. Y aunque haya sido en vano, hay dignidad en la derrota. Así pues, relajémonos, respiremos hondo, tomemos un descanso.

Las estadísticas avasallan. Demuestran con alevosía y ventaja, sin mostrar forma alguna de clemencia ni resquicio para el anhelado error metodológico, que al mexicano (el 99.99 por ciento) no le gusta leer. Es más, no sólo no le gusta leer, no le gustan los libros ni siquiera en calidad de cosa, ni para no leerlos ni para nada, vamos, ni para prótesis de la cama que se rompió una pata. Años de esfuerzo educativo, de aventar dinero a raudales en bibliotecas, centros culturales, publicidad, cursos, campañas y ferias, premios y becas, ofertas y descuentos, clubes y talleres, mesas redondas y presentaciones… Todo para merecer la sincera respuesta: No, no queremos leer. Que no nos interesa. Que no. Que no queremos. Que no haya libros y ya. Punto. No. ¡Que no! Ene, o = NO.

En ese desolador paisaje de estadísticas, las más tristes son las que, como recodará el lector de Letras Libres, Gabriel Zaid difundió hace poco en su ensayo “La lectura como fracaso del sistema educativo”. Una de ellas señala que hay 8.8 millones de mexicanos que han realizado estudios superiores o de posgrado, pero que el dieciocho por ciento de ellos (1.6 millones) nunca ha puesto pie en una librería. Luego de mezclar cifras y trazar constantes, el lacónico Zaid concluye: “La mitad de los universitarios (cuatro millones) prácticamente no compra libros.” Luego dice que “en 53 años el número de librerías por millón de habitantes se ha reducido de 45 a 18” en la culta capital. Es decir: a mayor esfuerzo educativo, menos lectores. Esto demuestra algo realmente inaudito: en México la clase ilustrada es aún más bruta que la clase iletrada.

Otras estadísticas que provienen de la OCDE y la Unesco. Su estudio “Hábitos de lectura” le otorga a México el sitial 107 en una lista de 108 países estudiados (el país que se ganó el lugar 108 ni siquiera se menciona porque se derritió en el ínterin). Según esos estudios, el mexicano promedio lee 2.8 libros al año. Hay sólo una biblioteca pública por cada quince mil habitantes. El cuarenta por ciento de los mexicanos nunca ha entrado, ni por error, a una librería. Existe una librería por cada doscientos mil habitantes. En todo el país hay solamente seiscientas librerías… Es obvio que las cifras están equivocadas. ¿De veras creen que en México hay una biblioteca pública por cada quince mil habitantes?, es decir, ¿encuentran verosímil que en la capital existan quince mil bibliotecas? Ni sumándoles las bibliotecas privadas. ¿Y de veras se creen que hay seiscientas librerías en el país? Y, para terminar, ¿de veras se habrán tragado eso de que los mexicanos leen anualmente 2.8 libros per capita?

Ignoro su metodología, pero conozco mi tierra. Me temo que lo más seguro es que el encuestado mexicano promedio no haya leído nada nunca y haya decidido mentir, proclive como es a la exageración y a la balandronada, en especial cuando se le encuesta o entrevista (conducta que se agudiza si el interrogador es extranjero). Es curioso que a la pregunta “¿cuántos libros lee usted al año?” lo que se le haya ocurrido contestar haya sido la babosa cifra “2.8”. A sabiendas de su propensión a gesticular, la cifra 2.8 demuestra que a ese mexicano promedio la pura idea de leer libros le resultó a tal grado misteriosa que aun creyendo exagerar, no exageró. Es decir: desde su punto de vista exageró muchísimo, pues la posibilidad de tener un libro en las manos, y además leerlo, le pareció algo tan descomunalmente raro y remoto que, de inmediato, coligió que sólo alguien muy especial podría leer uno al año. De ahí a ponerse guapo ante el entrevistador y adjudicarse la lectura de 2.8 libros anuales sólo hubo un acto de exhibicionismo.

No quiero decir con esto que todos los encuestados hayan mentido, pero sí que la gran mayoría de la minoría que no mintió mete por igual en la categoría “libro” al directorio telefónico y al manual del usuario de su licuadora. E incluso los que con toda buena fe y limpia conciencia dijeron la verdad y efectivamente leyeron 2.8 libros en un año, de haber sido más interrogados, habrían confesado que los libros eran El libro vaquero y la fotonovela porno La pierna de Carolina. Lo anterior en lo que toca a las clases media y alta. La baja sólo leyó las aventuras legítimas de AMLO en los cómics que, gracias a sus masivos tirajes y hospitalario formato, amén de su carácter gratuito, impidieron que la estadística nos mandara al lugar 200.

Estas estadísticas han cubierto al país de vergüenza. Lo bueno es que como el país no lee, no se ha enterado de que está cubierto de vergüenza. Podrá haber precio único, y librerías en cada esquina, y libros baratos, y bibliotecas que regalen café. Y al mexicano no se le va a pegar la gana de leer. ¿Por qué? Misterio. Debe de haber respuestas, por lo menos tentativas (y que rebasen lo que ya adelantó alguno, totalmente en serio: “Es culpa de Fox”).

No, no me tomo esto a la ligera. ¿Cómo podría hacerlo si he impartido clases de literatura, de la secundaria al posgrado, desde hace casi cuarenta años? ¿Cómo, si me dedico a escribir libros (que, naturalmente, no venden ni el 0.00000008)? Pero tampoco creo que haya que rasgarse las vestiduras. En nuestro país la literatura circula más bien como zamisdat y aun así está bien y viva, y llega a quien debe y no pasa nada. O lo único que pasa es que se impone regresar a la modestia.


MAYO DE 2007

LA LECTURA EN MÉXICO / 2

POR GUILLERMO SHERIDAN

Cuando se conocieron las recientes y deplorables cifras sobre la lectura en México –de las que hablamos hace un mes en este espacio–, hubo quienes dijeron que la indiferencia del mexicano ante la lectura obedece a un complot del gobierno para preservarlo en una ignorancia provechosa. Esto venía de personas que se presumen lectoras, ergo inteligentes, y ergo inmunes a la manipulación y a los complots. La denuncia desde luego apela a la facilidad propia de toda “teoría de la conspiración”. Obviamente, entre los libros que han leído quienes creen en tal complot, no había ninguno que explicara qué es una teoría de la conspiración ni como opera, y así, en tanto que son víctimas del mismo complot que denuncian, consiguen algo inusitado: ser a la vez el fiscal y la evidencia probatoria.

Es curioso que quienes aseguran que los bajos niveles de lectura resultan de un complot gubernamental pasen por “gente de izquierda” y, por tanto, adversos a reconocer que el pueblo –la materia prima de sus fantasías– pueda tener un defecto cualquiera. De este modo, antes que aceptar que al pueblo le place holgarse en la ignorancia, prefieren encontrar una enorme eficiencia en la intriga gubernamental (esto, claro está, habla mejor del gobierno que del pueblo, que acaba no sólo ignorante, sino encima manipulado). Las virtudes del pueblo mexicano, a los ojos de esa izquierda romántica y herderiana, lo hacen intrínsecamente adorable, por lo que apenas se desarticule el complot el pueblo inundará librerías y bibliotecas y potenciará su adorabilidad a límites que van a ser prácticamente infinitos.

Una de las razones por las que el amor popular al libro (hipotético) se ha convertido en otra bandería del frente “cultural” de la izquierda, y el desdén popular al libro (probado) en un complot, es la idea que sostiene que el libro libera de la opresión, mejora a la persona, la forma e informa, le otorga perspectivas, la hace feliz, le refina la moral, le ensancha horizontes y la induce a crítica reflexión sobre sí misma y sus circunstancias. Una vez asumido lo anterior, se redactan las proclamas del tipo “todo libro es revolucionario”, el libro “libera”, es tu “amigo”, es la “lámpara clandestina” que dijo Neruda, etcétera. Es una idolatría curiosa que resume a cabalidad el jefe de la cultura cubana Abel Prieto cuando dice: “Sólo un individuo educado, informado, cultivado con sólidas referencias culturales puede escapar de la manipulación y disfrutar a plenitud su libertad” (como en Cuba). En tanto que el mexicano no lee, ni le interesa, ni habrá de interesarle jamás, se diría que se ha condenado a sí mismo a la tiniebla perenne de la ignorancia, a la esclavitud, al desconocimiento de sí y de su circunstancia. Cuadro muy triste por cierto, pero que felizmente tiene una excepción en el DF, donde el complot ha sido vencido por las fuerzas del bien, que suelen proclamar que sus triunfos electorales en esa sede obedecen a que en la capital radica “la población más cultivada del país”. Esto es algo que el PRD dice con absoluta seriedad. Se deduce así no sólo que al votar por otros partidos los provincianos evidencian su definitiva estulticia, sino que los habitantes del DF leen exclusivamente ciencia ficción.

Detrás de la idea de la ignorancia como algo provechoso para el gobierno, repta la idea perfectamente estúpida de que los libros, además de ser libros, son como vacunas instantáneas contra la estupidez. Desde luego hay muchísimos libros estúpidos, sumamente eficaces para refinar la estupidez y hasta “liberarla” y hacerla “amiga”, pero también es un hecho que, si se es estúpido, no sólo ningún libro va a enmendar la estupidez sino que muchos –incluso los grandes libros– pueden agudizarla. En lo personal, por ejemplo, celebro secretamente que la mayoría (absoluta o relativa) de nuestros diputados no haya abierto un libro en su vida. Y por otro lado no se debe olvidar que las campañas en favor de la lectura, las partidas presupuestales, los sermones y coqueteos para conseguir que un analfabeta funcional por fin supere el terror que le produce un libro –no digamos una librería– suelen culminar en la mayoría de los casos en un momento muy deprimente: la temblorosa adquisición de una novela de Danielle Steel. Esta escritora, que ha vendido quinientos cincuenta millones de ejemplares de novelas en todo el mundo, tiene como temas preferidos –de acuerdo con su página de internet– “el secuestro, el incesto, la enfermedad mental, el suicidio, la muerte, el divorcio, la adopción, el matrimonio, el cáncer, la guerra y las pérdidas en general”. No dudo que la señora Steel y sus editores (y sus banqueros) se alegren cada vez que se enteran de que en México se inicia otra cruzada en favor del libro. Leer es, a fin de cuentas, una de las formas superiores de la felicidad. Y la felicidad es una cosa cuyo disfrute no puede ser obligatorio ni, para el caso, tarea del Estado (cuya responsabilidad, si acaso, consiste en garantizar condiciones para buscarla). En el caso del libro, una de esas condiciones es el precio único, algo que el gobierno no ha logrado comprender. Dudo que complote para que el pueblo no lea, pues es obvio que no es necesario. Pero que el gobierno tampoco lea es intolerable.

Quizás la razón por la que el gobierno haya cometido la tontería de evitar el precio único obedece a razones semejantes a las mías: a fin de cuentas las librerías son los únicos lugares que restan en México en donde, como nunca hay nadie, se puede estar muy a gusto.

JUNIO DE 2007

LA LECTURA EN MÉXICO / 3 (Y ÚLTIMO)

POR GUILLERMO SHERIDAN

Creo que no se lee en México porque, como se trata de un pueblo proclive a la agitación, la alharaca y la bola –siempre sin causa justificada–, la idea de leer un libro parece demasiado inmóvil, silenciosa y solitaria como para no resultar sospechosa. Existe entre la gente la acendrada idea de que cuando alguien se queda solo, quieto y callado, necesariamente se debe a causas de fuerza mayor y desde luego nocivas. Ante un lector quieto, callado y solo con su libro, a fe mía que el 99.99 por ciento de los mexicanos concluiría que hubo muerte de por medio o, en su defecto, parálisis.

La excusa única para quedarse quieto y en silencio (hallarse solo carecerá siempre de coartada) es cuando el individuo se encuentra observando escrupulosamente un programa de televisión. Curioso, mas, para la media nacional, fijar los ojos en la pantalla califica como actividad, mientras que hacerlo sobre un libro califica como hacer nada. Las estadísticas demuestran que mientras más ignorante es la gente (o, en su defecto, el género humano), más fácil y velozmente desarrolla una dependencia viciosa de la televisión. El consumo de televisión per cápita de México es de los más altos del mundo, y el niñito mexicano se inicia en su consumo casi in utero. A los dos años, ya dedica un promedio de seis horas diarias a ver televisión en bola mientras devora comida chatarra. El resultado es un elevado porcentaje de gordos, como morsas verticales, con los ojos muy pirados. Esto ya no tiene remedio, y como además se hereda de generación en generación, el daño es inconmensurable e irreversible. Todo esto es muy triste, etcétera.

Pero a lo que iba es a que, a la natural indiferencia al libro en México, se suma el hecho de que a la gente lo que le gusta es la televisión. Como es sabido, ese aparato aporta las necesidades y los satisfactores de manera simultánea. Ahí están el futbol, las señoritas de descomunales tetas, los señores chistosos, las películas de explosiones, las “novelas” y el pronóstico del tiempo. Ahora bien, ¿quién va a decir que la emoción de un televidente, cuando observa a Axel Yván seducir a la cándida (aunque abundante en carnes) Érika Lizbeth, es inferior en calidad a la del lector que lee la seducción de Emma Bovary o de Anna Karenina a manos (y a todo lo demás) de Rodolphe o del conde Vronsky? Y sin embargo puede predecirse, primero, que la gente de izquierda (o, en su defecto, cultivada) lanzará sentencia en el sentido de que es mejor leer a Flaubert o a Tolstói que mirar en la tele Huerfanitas en brama, o como se llame la telenovela de moda. La emoción del lector puede ser de mejor gusto, o más inteligente y sofisticada, pero no va a ser más emocionante. Y, bueno, pues resulta que a la gente le gusta consumir sus emociones humanas con actores bien peinados y con anuncios de ajax en lugar de números de capítulo. ¿Quién soy para despreciarlos?

Leer es un hábito que se contagia o se aprende. Cada vez hay menos personas capaces de contagiarlo, pues en su casa lo único que los niños ven son morsas culiatornilladas ante la tele. Y cada vez hay menos capacidad de aprenderlo: ni los padres ni los maestros leen, ni en los palacios ni en las cabañas. Y las ferias de libros, y las campañas publicitarias, y los heroicos promotores, y las “presentaciones” y los spots de televisión que promueven “el libro” (que es como promocionar trajineras de Xochimilco en las quinientas millas de Indianápolis) sirven para maldita la cosa. Tampoco estoy muy seguro de que los libros para niños sirvan de mucho (un amigo que los editaba alguna vez confesó que, a su parecer, llenos de monitos como están, más bien le preparan clientela a la tele).

¿Qué hacer? Yo apelaría a la fuerza del Estado e impondría la lectura como materia obligatoria en las escuelas. No veo de otra. Se seleccionan cinco clásicos modernos atractivos, inteligentes y con probada seducción juvenil (Verne, Wells, Bradbury, Huxley o algo así). El Estado adquiere los derechos, contrata buenas traducciones al español de México y pide tirajes millonarios y baratos a los editores. Los libros se leen en el primer año de preparatoria, ahí, en vivo, en su pupitre, sin excusa ni pretexto, tres horas a la semana. Ni siquiera se necesita maestro (quizás hasta sea mejor), sino alguien que imponga orden y silencio. La apuesta es que si diez millones de jóvenes leen cinco libros en un año, con que el diez por ciento adquiera el hábito habría un millón de lectores anuales y saldríamos de las estadísticas vergonzosas. Yo hice algo similar cuando di clases en preparatoria y sé que funciona. Me consta que todos los jóvenes leyeron los libros y me consta que todos la pasaron bien y aprendieron mucho. Y declaro solemnemente que por lo menos la tercera parte se aficionó a leer, pensar y discutir libros.

Sin embargo, comprendo que sería imposible: habría líos instantáneos con este sindicato o el otro, con este “plan de estudios”, con aquella “licitación”. Y otros de imposible resolución, como: a) se denuncia que el comité de selección está constituido por personas que no comprenden la realidad nacional; b) que los libros elegidos no remiten al estudiante a los problemas de la realidad nacional, y c) que los escritores que sí comprenden la realidad nacional (aunque sean profundamente aburridos), son únicamente fulano y mengano, etcétera.

Pero es agradable imaginarlo… ¡Millones de jóvenes mexicanos sorprendidos con el hospitalario deleite de una novela! Leyendo unas horas a la semana, no sólo aprendiendo y pasándola bien, sino además, por primera vez en su vida, quietos, callados, ¡solos!

DICIEMBRE DE 2006

EL LIBRO Y LA LECTURA. DIEZ PUNTOS A FAVOR DE UNA POLÍTICA DE ESTADO

POR DANIEL GOLDIN

El Estado invierte, los sexenios pasan y en México las cifras de lectura

no dejan de empeorar. Daniel Goldin ofrece en este ensayo un cambio

de paradigma para abordar este espinoso asunto, al tiempo que propone una serie de medidas prácticas y concretas.

Ahora que las apuestas versan sobre quién queda en dónde, conviene que se dé una discusión pública sobre los asuntos de fondo, que son los que nos conciernen a todos. Propongo algunos puntos para vertebrar no sólo la discusión, sino la definición de las futuras políticas públicas del libro y la lectura. Con inteligencia y voluntad se puede derivar de ellos líneas de acción concretas.

1. Visión a largo plazo. Un niño puede aprender a oralizar casi cualquier texto en unos meses. Pero comprenderlo requiere aprendizajes que llevan más tiempo y no son lineales. Se inician antes de la educación formal y dependen de la riqueza de los contextos afectivos y sociales. Un niño que vive en un ambiente en el que se lee y escribe cotidianamente puede comprender el sentido social e incluso la organización textual de diversos géneros antes de aprender a decodificar el alfabeto. En el momento de hacerlo, su desarrollo lector será más rápido y no le será difícil ser un lector solvente.

Pero ser capaz de comprender diversos textos no supone ser lector. Pasar de la potencia al acto y hacer de la lectura un instrumento multifuncional y cotidiano requiere de la confluencia de más factores –disponibilidad de diversos materiales de lectura o de tiempo libre, escolar o laboral, reconocido institucionalmente, y entornos físico, social y afectivo adecuados, etc. Si el contexto es propicio para tener experiencias propias, es muy factible que se catalicen los aprendizajes y que el niño haga suyos conocimientos y experiencias ajenas.

Lo mismo podría decirse de cualquiera de los otros eslabones de la cadena del autor al lector. Vender libros, clasificarlos e incluso publicarlos es relativamente sencillo. Pero ser librero, bibliotecario o editor es otra cosa. Para llegar a serlo se necesita entornos favorables para ejercitarse y agenciarse experiencias y conocimientos de otros. En la incorporación de una persona a cada eslabón de la cadena del libro están presentes sucesivas generaciones de difuntos e infinidad de coetáneos.

Los países que son referencia en el tema del libro y la lectura llevan siglos invirtiendo en estos asuntos. En México no hemos querido esperar siglos para estar a la par. Con frecuencia nuestros impacientes saltos han sido, más que audaces, temerarios e incluso derrochadores. Vasconcelos impuso el primer modelo. Ansiosos por superar el rezago de siglos, a menudo hemos querido transformar la situación por decreto o mediante el diseño de ambiciosos programas. Es más vistoso y sencillo que generar las circunstancias propicias para que prosperen aprendizajes, experiencias, empresas e instituciones.

Esas circunstancias no se circunscriben al sistema del libro. En un entorno donde prospera la exclusión social y económica, en donde no se reconoce el valor del conocimiento, de tener una opinión propia o en el que la individuación o el aislamiento del lector son vistos como atentados, por citar sólo algunos factores, es complicado formar lectores o que prosperen editoriales y librerías. Transformar ese entorno nos conduce a la agenda política y económica.

Al rezago histórico hoy se le suma la vertiginosidad de los cambios en la cultura escrita. Tanto en el interior de los países como entre éstos, las brechas se acrecientan. A pesar de la gravedad de la situación, proliferan remedios rápidos y milagrosos: ferias, festivales, campañas mediáticas cursos, talleres…

Capacitar a un maestro para transformar verdaderamente sus prácticas docentes requiere al menos dos años de ponerse a estudiar, leer, observar, discutir, proponer y analizar prácticas didácticas. Es laborioso y caro. ¿Cuánto se requiere para formar una biblioteca con acervos adecuados, bibliotecarios esmerados y estimulantes? ¿Y para formar un mercado lector sólido y una industria editorial competitiva?

Diseñar políticas para el libro y la lectura sin tener en cuenta el largo plazo y la economía de esfuerzos para potenciar sus recursos es condenarse a persistir en el rezago. Por fortuna el tema de las políticas de Estado y de largo plazo se ha puesto sobre la mesa. Pero quedan dudas razonables acerca de la consistencia de los planteamientos.

Mirar a largo plazo no es sólo tener visión del lugar al que se quiere llegar. Es preciso definir rutas eslabonadas, establecer metas y etapas cuantificables y prever los recursos para hacerlo. ¡Qué bien que muchas bibliotecas públicas dispongan hoy de computadoras y conexiones a internet! Ojalá se hayan previsto los recursos para darles mantenimiento y renovarlas, y que no sea en desmedro de la renovación y mantenimiento de los acervos.

El largo plazo es una suma de cortos plazos concatenados. Para alcanzar la meta es necesario revisar con cuidado el terreno que se pisa y sobre el que se quiere construir. La autopista más larga se construye metro a metro, con estudios geológicos en la mano.

En un contexto donde la cultura escrita adquiere cada vez más importancia y los requerimientos se complejizan, la situación de la lectura se vive como insuficiente, incluso en los países desarrollados. Nunca estaremos completamente preparados. En gran parte porque los desafíos provienen de la multiplicación exponencial de usos y usuarios de la cultura escrita. Por eso es necesario priorizar.

2. Priorizar. Como en muchos otros campos, en el terreno del libro y la lectura priva una situación de enorme desigualdad. Entre la entidad que tiene el mejor porcentaje de población alfabetizada y la que tiene el más bajo hay veinte puntos porcentuales. Si se analiza esto a nivel municipal, la diferencia entre los extremos llega a 74 por ciento. En el terreno del libro las desigualdades también son lacerantes. El cien por ciento de las librerías del país se concentran en sólo el seis por ciento de sus municipios. Los habitantes del 94 por ciento restante, deben desplazarse decenas o centenas de kilómetros para encontrar una oferta editorial que es, por lo general, reducida. No se puede desatender a los más necesitados, pero ¿se debe descuidar a los punteros?

Aun cuando sean muchos, los recursos son limitados. Por eso hay que establecer prioridades. Destinar los recursos a fortalecer a los de arriba o distribuirlos entre los de abajo es un dilema mal planteado. Es preciso reducir las desigualdades sin detener el avance. Hacerlo no es sólo una concesión política, es un requerimiento para el desarrollo económico. Un estudio recientemente publicado en Canadá (www.cdhowe.org) demuestra que, para el crecimiento económico de un país, es más importante el aumento en las habilidades de lectura y matemáticas en el grupo poblacional menos calificado que el incremento en la preparación de profesionistas muy calificados. La conclusión es que, si no se acorta de manera importante la brecha entre la población muy calificada y la poco calificada, no es posible aumentar sustancialmente la productividad de un país.

Para lograrlo lo que apremia es determinar la mejor manera de invertir los recursos limitados. En pocas palabras se trata de establecer criterios de racionalidad económica subordinados a metas políticas, de incrementar la productividad de la inversión para alcanzarlas. ¿Cómo se puede mejorarla? Al menos de dos formas.

3. Sistémica. Cuando se habla de la cadena del autor al lector conviene recordar que una cadena es tan sólida como el más débil de sus eslabones. En México la cadena tiene un montón de eslabones débiles (los costos y calidad del papel que hacen poco competitiva la industria de las artes gráficas, la raquítica infraestructura de librerías, lo caro e ineficiente del correo, la incongruente política fiscal que rige al sector, etc.) y muchos eslabones robustos, envidiados internacionalmente (autores talentosos, becas para apoyarlos, compras y programas estatales, voluntad de crear infraestructura, etc.). Por eso la cadena se mueve con tantos tropezones y desequilibrios. Muchos parches y poca sinergia.

Una de las medidas fundamentales es clarificar la cadena. Todavía muchos funcionarios confunden al impresor con el editor, y a éstos con los libreros. La prioridad es crear dispositivos para generar sinergias. Lo que suceda en un aula debe tener repercusión en las librerías y en las bibliotecas, y viceversa.

4. Integralidad. Aunque persista el déficit de bibliotecas, cada una de las existentes debe funcionar íntegramente. Cien bibliotecas mal atendidas y pobremente surtidas sirven para incrementar el índice de bibliotecas por habitante, pero no para transformar el comportamiento lector de la población. Con variantes se puede decir lo mismo de los otros eslabones.

Desde una perspectiva que contempla el largo plazo, tiene mayor rédito privilegiar inicialmente la inversión en una biblioteca modelo, que entre otras cosas sirva para formar a personal capacitado que después se integre a otras que, por supuesto, deben existir. Eso fue lo que aconteció en Medellín, en Colombia, cuando con los auspicios de la Unesco se fundó la Biblioteca Central. Una de las condiciones que impuso la Unesco fue crear la Facultad de Biblioteconomía en la misma ciudad. Cincuenta años más tarde, Colombia cuenta con el movimiento bibliotecario más vital de América Latina. A pesar de que los que trabajen promoviendo la lectura en los barrios de sicarios y en las deslumbrantes megabibliotecas no lo sepan, ése fue su origen.

5. Formación de capital humano. Pocas cosas son más decisivas en el mundo del libro y la lectura que la calidad de las personas. Si se trata de incrementar la productividad de la inversión, ése es un sector que se debe privilegiar.

El capital humano no se forma sólo con cursos de capacitación –en los que a menudo se parte de considerar al otro como discapacitado–, sino generando condiciones propicias para desarrollar las capacidades. Es indispensable asumir con seriedad la profesionalización de los actores de la cadena. Los bibliotecarios públicos a menudo son empleados municipales sin el perfil adecuado, padecen exceso de movilidad, bajos salarios y falta de reconocimiento a su labor. Debe haber una relación clara entre atribuciones y responsabilidades. Eso tiene que ver con propiciar espacios de decisión.

6. Autonomía. Leer y escribir es una forma de adquirir autonomía. El desarrollo lector multiplica la capacidad de leer y leerse, nos da la posibilidad de ser un poco más dueños de nuestras vidas, de ser sujetos. Ése debería ser el sentido de una política de lectura democrática.

El Estado mexicano ha tenido una propensión por la centralización y la verticalidad. En esa perspectiva, los diferentes actores de la cadena tienen bajo sus hombros la responsabilidad de contribuir a alcanzar grandes metas, pero no tienen atribuciones indispensables para cumplirlas. Los bibliotecarios públicos reciben acervos uniformes, seleccionados por otros. Tienen la encomienda de cuidarlos, pues son bienes de la Nación, pero supuestamente su meta última es formar lectores. Ahora muchos maestros participan en la selección de sus acervos. Sin embargo, hay mucho que avanzar en el terreno de dotar de autonomía a funcionarios y maestros.

Cuando se tiene la oportunidad de seleccionar los acervos con los que se va a trabajar, no sólo se estimula el desarrollo de un lector crítico, se obliga al servidor a pensar en los usuarios, a inquirir y a escucharlos. Es una medida muy simple que requiere adiestramiento y cuidado para ser instrumentada, pero sus efectos sinérgicos son notables.

En una sociedad lectora se respeta y propicia la autonomía, la diversidad y la pluralidad, que por cierto no quiere decir la proliferación de voces diferentes, sino que haya diálogos fructíferos entre ellas.

7. Valor. Con poca eficacia nos hemos llenado la boca con lemas altisonantes sobre el valor de la lectura y los libros. En el mejor de los casos sirven para reforzar la sacralización de los libros, no su posible apropiación.

Nadie puede convencer a otro del valor de la lectura con discursos, para valorarla es indispensable tener una experiencia de lectura real. Más que el precio e incluso que su capacidad económica, lo que determina que alguien compre o no libros es la calidad y hondura de esas experiencias.

Eso implica una perspectiva centrada en el usuario, sea lector precario o un gran lector.

8. Cultura letrada y cultura escrita. Hubo un tiempo en que los hombres cultos no sabían escribir, tarea propia de escribanos. Después se identificó saber hacerlo con dominar la tradición resguardada en los libros. Ahora que la palabra escrita es un asunto de ciudadanía, se insiste en confundir la formación de lectores con la cultura letrada. Mantener esa identificación es reforzar la distancia frente a la palabra escrita, reactualizar exclusiones y humillaciones añejas.

9. Cultura y educación. En un principio la cultura y la educación estuvieron integradas. A partir de la creación del inba y más claramente desde la creación del Conaculta, cultura y educación se han separado.

En una sociedad en desarrollo que requiere de formación permanente, las fronteras entre educación y cultura no son evidentes. Sin un ambiente cultural propicio, todo esfuerzo educativo va cuesta arriba. Sin una educación adecuada, la vida cultural siempre será pobre. Es preciso auspiciar relaciones virtuosas entre los dos sistemas.

10. Mercado. México ha gastado mucho dinero y esfuerzo en este campo. Lo grave es que, a pesar de tantos recursos invertidos a lo largo de tantos años, no exista un mercado editorial sano, con suficientes puntos de encuentro con los libros a lo largo y ancho del territorio nacional ni una oferta editorial diversa. Lo grave es que hoy seamos una nación que importa muchas veces más libros de los que exporta, a pesar de que muchos de nuestros autores publican en España.

El Estado mexicano es el mayor productor de libros de nuestro país y también el principal comprador. En mayor o menor medida muchas personas nos hemos beneficiado de esto. Por empezar, millones y millones de niños que gracias a esto han tenido, por primera y quizá única vez, libros que apoyan su educación. Pero también autores, editores y promotores. No los libreros. Lo que ha alentado la política de inversiones es una mayor dependencia de la cadena con respecto al Estado y a un mercado frágil. Esto no va en contra de los actores de la cadena, ni de la sociedad misma.

Pero no se debe permitir que, como en tantos otros campos, continúen circulando los recursos con abundancia y sigamos en la inopia. Ése debe ser el sentido de una política pública que debemos discutir y defender, sean quienes sean los responsables de ejecutarla.

1 Comments:

Blogger Ali Heredia said...

muy bien muchachito, muy bien.

5:55 PM  

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